lunes, 2 de junio de 2014

Gabriel García Márquez el cine y yo





Ilustración ©Moisés Cerón




Por Roberto Román




Recuerdo cuando asistía a mi primer año de secundaria, y digo asistía porque para ser honesto no estudiaba mucho que digamos, en esos años no había nada más importante para mí que tres cosas: el basquetbol, los Bulls de Chicago y, evidentemente, Michael Jordan.

No había libro, revista o reportaje de básquet o de Jordan que no hubiera leído.

Mi clase de español (literatura) la impartía el maestro Carlos Arturo, alias “el inmortal”, ya que tenía una pierna más corta que la otra y así pues nunca iba a estirar la pata; lo recuerdo con mucho aprecio porque gracias a él (obligadamente) encontré en algunos libros, respuestas a cosas que no me había preguntado, pero que fue maravilloso para mí descubrir.

Uno de ellos fue Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, historia que ya conocía de oídas porque en mi casa era muy común escuchar a Óscar Chávez y su Macondo de mariposas amarillas y Mauricio Babilonia.

Recuerdo que cuando “el inmortal” me pidió hacer una reseña de Cien años de soledad, le dije en tono de broma, ‘acaba de salir una biografía no autorizada de Jordan, ¿no le puedo cambiar la reseña?’, su respuesta fue obvia: me mandó a la chingada.

En esos años, la fotografía ya se había vuelto una curiosidad para mí, pero lejos estaba de pensar en ser cineasta, bueno en estudiar cine pues cineasta aún no soy, pero en el camino estoy. 

Lo que sucedió cuando leí “Cien años...” fue simplemente increíble, las imágenes que pasaban por mi cabeza eran alucinantes, ¿a quién carajo se le había ocurrido hacer un libro sobre alquimia, seis generaciones de familia una más loca que la otra y todo situado en un pueblo viejo pero con paisajes extraordinarios? No lo sabía, pero ese mentado Gabriel había despertado en mí algo que no había experimentado jamás.

Gracias a Gabriel García Márquez me pude acercar a Milan Kundera, Aldous Huxley, Jorge Ibargüengoitia, Juan Rulfo, etc., es decir, me acercó a la lectura, pero lo más fascinante que descubrí al leer era que quería contar historias, y de pronto me vi con una cámara de video en las manos en una navidad, y fue ahí cuando lo tuve clarísimo: quería estudiar cine.

Estudié muchos cursos de fotografía, cámara de video y apreciación cinematográfica; antes de buscar opciones para estudiar la carrera de cine, hice examen al CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) y no me quedé, el CCC (Centro de Capacitación Cinematográfica) no estaba de moda en esos entonces, así que había de dos sopas: la Escuela de cine de Nueva York o la Escuela de Cine de Cuba.

Investigué, y por varias razones -entre ellas el idioma-, decidí que iría a Cuba a estudiar, hice los trámites pertinentes y en un agosto de hace ya varios años, estaba trepado en un avión directo a La Habana.

Llegué un viernes a la Escuela de Cine pero las clases comenzaban el lunes, y ese fin de semana se llevaría a cabo la fiesta de graduación de la generación saliente, la cual estaba conformada por alrededor de 60 estudiantes de diversas partes del mundo que habían cursado diferentes carreras, dirección, foto, producción, edición, etc.

Entre la gente, los rones, el olor a puro y la timba cubana, de pronto comencé a reconocer a gente del cine cubano, y a lo lejos logré ver al director de la Escuela de Cine, el argentino Alberto García Ferrer que platicaba con un hombre que estaba de espaldas a mí, como no conocía a nadie solo deambulaba por el patio de la escuela tomando ron y fumando habanos, me acerqué a esos hombres que platicaban y el hombre de espaldas era nada más y nada menos que Gabriel García Márquez, director honorario de la Escuela de Cine de Cuba y padrino de muchas generaciones de cineastas. 

Logré acercarme a él, saludarlo y decirle como todo buen “groupie” que “Cien años...” me había cambiado la vida, ¿yo qué iba a saber que Gabriel también era gente de cine? Brindamos con una Habana tres años y me fui con la sonrisa que da el conocer a un gran escritor.
Fue solo un apretón de manos, pero en ese apretón yo quería darle las gracias por que me había dado una vocación invaluable: la de contar historias.


Infinitas gracias 
Don “Grabiel”.


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