Por Tania Ocampo
Definitivamente
su muerte no pudo ocurrir de otra manera. La semana fue toda prodigios y
augurios dignos de sus historias: primero, la luna se puso roja; después, el cielo se desmoronó en granizos sobre la ciudad
que miró sus últimos pasos. Al final, un día después de su partida, la tierra se
estremeció. Gabo
murió un
jueves santo, igual que Ursula Iguarán, en medio de una exuberante primavera. No lo vi,
pero estoy segura de que se elevó al cielo como Remedios la bella, sin tener plena
conciencia de cuánto
amor dejaba en este mundo.
Cuando
supe de su muerte sentí que se
me abría un
huequito en el corazón, de
esos que sólo nos
pueden dejar las personas entrañables y que únicamente deben ser llenados con amor y memoria.
Aunque lo conocí sólo por sus letras, hoy puedo
compartir que tuve la fortuna de estrechar su mano; de turbarme con su sonrisa
y de ruborizarme al no saber cómo contarle -porque el que cuenta las historias es él- que sus letras germinaron
en mi pecho.
Acudí a él, a su obra, con el asombro
que imagino experimentó el coronel Aureliano
Buendía,
cuando conoció el hielo: aprendí perpleja, en cada letra, lo
tremendamente poderosa que es la palabra, lo maravilloso de nuestras historias
(aunque no todas han sido contadas), la magia que sostiene a la vida, a la
muerte.
Y
esa enseñanza no
fue poca cosa, al contrario. Nunca volví a ser la misma y no exagero cuando digo que Gabo me
cambió la
mirada: jamás pude
ver el mundo de la misma manera. A través de sus letras me acerqué a la historia de América Latina, que terminé eligiendo como oficio.
Aprendí de
dictadores y compañías
bananeras y también de
resistencias. Lo más
importante: Nuestramérica se
me apareció rebosante
de colores, de olores, trémula de
tanta mariposa.
En
todo caso, lo que me parece más sorprendente es que tengo la seguridad de que no soy
la única
que aprendió a
vivir y leer la historia -y el día a día- de esta manera. Estoy convencida de que pertenezco
a una de tantas generaciones -porque seguramente faltan muchas otras, todas las
que vienen- que ha sido tocada por las letras de Gabo. Sus novelas y cuentos
nos interpelan de la forma en que lo hacen porque, a través de la magia que escapa de
cada una de sus páginas,
revela la poderosa realidad de nuestro continente. Hemos sido capaces de vernos
en el espejo de la literatura y lo hicimos porque ésta nos ha contado de lo que
somos y hemos sido, de lo que podemos y merecemos ser.
Pienso
que la gran aportación de
García Márquez va más allá de lo que él mismo imaginó. Se ha hablado mucho de que
escribía para
que lo quisieran sus amigos y creo que es difícil vislumbrar cuánto amor dejó sembrado por el mundo. Quizás por eso, quienes nos
formamos la vida con sus letras hacemos referencia a él con tanta familiaridad:
Gabo le decimos, porque él nos
conoció el
pasado mejor que nadie.
Se
fue Gabo, pero no del todo. Supongo que
esas semillitas que dejó en mi
pecho -y en el de muchos otros y otras al rededor del mundo- irán floreciendo, poco a poco,
generando
vida en el futuro.
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